Jesús
A. Jiménez Peraza.
@jesusajimenezp
No voy a ahondar en los adjetivos
que se multiplican en las redes sociales y demás medios de comunicación social
para calificar, a favor o en contra, la
conducta de la juez Susana Barreiros, célebre por haber condenado a Leopoldo
López. Simplemente la tomo como ejemplo para graficar una acción añeja y dañina
para el país, como es haber politizado la justicia, faena de la cual existen
muchos responsables, no sólo en el
oficialismo actual, quien a pesar del férreo control que ha mantenido desde
hace muchos años sobre la Asamblea Nacional, no ha cumplido con el mandato
constitucional (artículo 255) de
propender a la profesionalización de los jueces, obligación en la que
expresamente se impuso a las
universidades nacionales la delicada función de organizar la especialización
judicial, deuda que por una u otra razón está aún latente.
Pero antes, desde la llamada
Cuarta República, un ilustre venezolano como el Dr. René Lepervanche Parpacén ya
describía al Poder Judicial como “refugio
de aspirantes al cargo público ejecutivo, plaza de premio por labor política
cumplida, o desecho de actividad profesional, con las meritísimas excepciones
que confirman la regla”. Es que, en efecto, a raíz de la caída de la
dictadura en 1958, se atribuyó al Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de
Justicia, la sublime potestad de designar a los jueces, a excepción de los
Magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que lo eran por las Cámaras en
sesión conjunta. Siendo que durante los dos primeros gobiernos pos Pérez
Jiménez, el partido Acción Democrática, tuvo además del Poder Ejecutivo, la
mayoría parlamentaria aunque compartida por el Pacto de Punto Fijo, los
llamados partidos del status designaban y controlaban a los jueces, sin
asegurase que en verdad tuviesen la independencia, eficacia, disciplina, decoro y garantía de una carrera judicial,
objetivos que fueron atribuidos a un organismo, el Consejo de la Judicatura,
que sólo vio la luz diez años después, cuando ganó el Dr. Rafael Caldera,
iniciando su primer gobierno en 1969 sin haber ganado el Parlamento. De manera
que el Consejo de la Judicatura no tuvo realmente la finalidad de profesionalizar
y dar independencia a los jueces, sino que la razón teleológica de su génesis,
fue quitar al Ejecutivo la función de
nombrarlos. La Ley de creación del Consejo de la Judicatura fue vetada por el
Presidente Caldera, acción declarada improcedente por la Corte Suprema de
Justicia, quien por cierto, legalmente tenía atribuida la potestad de controlar
la designación de los Jueces Superiores, a través de unos concursos que nunca
se dieron.
El desprestigio del Poder
Judicial fue ampliamente aprovechado por el entonces candidato Hugo Chávez
Frías, quien ofreció la corrección de esta situación anómala a través de una Asamblea Nacional Constituyente, su
principal oferta electoral, cuyo producto está establecido desde el artículo
253 en delante de la Constitución Nacional de 1999, pero en teoría, porque ni
el Tribunal Supremo de Justicia ni los organismos administrativos, como la
Dirección Ejecutiva de la Magistratura han hecho lo necesario, en la práctica,
para despolitizar la justicia, sino que al contrario, la han convertido cada
vez más en factor dependiente de los fortalecidos poderes Ejecutivo y
Legislativo.
Para su extinción la Asamblea
Nacional Constituyente entregó la batuta de la suprema dirección del Estado y
sus distintos componentes, a la llamada Comisión Legislativa Nacional, conocida
popularmente como el Congresillo, a quien se atribuyó la potestad de “nombrar
a las autoridades y funcionarios cuya designación corresponda a la Asamblea
Nacional de conformidad con la constitución aprobada o al extinto Congreso de
la República de acuerdo con la legislación vigente”. Con estas bases fue intervenido el Poder Judicial para
entonces existente, que en general había sido mejorado. Fueron jubilados muchos jueces con
experiencia, otros “renunciados”, otros sentimos la necesidad de renunciar, categoría
en la cual me incluyo, porque no avizorábamos que desde allí pudiéramos cumplir
con nuestra función cuasi divina de administrar justicia.
Estamos hoy ante un Poder
Judicial deslegitimado, desprestigiado, cuyos integrantes son verdugos y víctimas
a la vez. Pero la solución no es quitar las esposas a Leopoldo López de ganar
la próxima Asamblea, como ofrecen algunos políticos, porque él y todos los
venezolanos seguiríamos siendo presos.
La respuesta debe ser, perdónenme la utopía pero no veo otra, un gran acuerdo nacional para profesionalizar
y despolitizar la designación de los jueces, hacer de la justicia como
escribiera Rudolf Stammler, un hermoso templo, con piedras bien talladas como
cimiento, con paredes de cristal, donde los
jueces, cual sabios y silenciosos sacerdotes puedan dar a cada quien lo suyo,
con segura mano y cumpliéndose inexorablemente lo decidido.
No corresponde al pueblo juzgar a los jueces, ni administrar
justicia, ya Poncio Pilatos hizo el experimento y cometió el más grande error
judicial de la historia.
jesusjimenezperaza@gmail.com
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